Microrrelato. No va de Los Juegos del Hambre ¬_¬

Frente a mí vi a una enorme figura. Sus cabellos grasientos caían por todo su cuerpo, una enorme melena repleta de huesos amarillentos y carcomidos por unos dientes voraces. Sus ojos eran negros como la oscuridad que lo envolvía y sus labios estaban envueltos en grasa humana y sangre. Sus dientes aún guardaban pedazos de antiguas víctimas y de su espalda caían enormes alas negras rotas y agujereadas. En el centro de su mirada perdida, un pequeño lunar rojo descansaba caído hacia abajo, observando como entre sus enormes pies de más de veinte metros de ancho las calaveras aún con carne y pelo rodaban de un lado a otro por el viento frío que arrastraba cenizas de un lugar entre las sombras.

En sus enormes y peludas manos descansaba una muchacha azorada de cabellos rubios ocultos bajo un manto de suciedad. Estaba desnuda, sus pechos sangraban ante los cortes de algún filo y sus mejillas estaban húmedas de lágrimas. El engendro se la llevó a la boca y lamió la sangre de su cuerpo de un lametón. Su lengua era casi tan grande como la indefensa muchacha.

Ella me vió. Y gritó. Gritó auxilio, pero el monstruo se la llevó a la boca por la cintura y arrancó sus piernas a la altura de las rodillas. Una bola de sangre chocó contra el suelo y bañó una pequeña superficie. Los gritos de la chica se oyeron por todo el infierno y yo, desnudo de armas, no hice más que esconderme. Cerré los ojos y me tapé los oídos. Pero aún así escuchaba los gritos de la muchacha. Auxilios desamparados. Escuchaba también el comer del monstruo, sus dientes trituraban los huesos, se deleitaba con los tendones y escupía lo que no podía tragar. El sonido de los gritos cesó. Y sólo se oyó el ruido de los dientes cortando carne y hueso, tragando hasta los ropajes mínimos de esa muchacha.

Asomé la cabeza y vi al monstruo meterse un dedo en la boca. Su enorme y sucia uña le sirvió de palillo para arrancarse un trozo de algo de entre los dientes. Escupió y se llevó las manos a la enorme barriga peluda manchada de sangre seca. Rió con desprecio hacia la vida y entonces, como castigo a mi incomprensión hacia la víctima reciente, un enorme perro de casi dos metros apareció ante mí. Sus gruñidos me hicieron temblar y caminé hacia atrás con pasos torpes hasta que caí. El perro saltó sobre mí y una de sus patas cayó sobre mi brazo. Grité al sentir como el hueso de quebraba y salía de la piel. El can al verlo se fue hacia él, hincó sus dientes al hueso y empezó a retorcerlo. Grité como nunca lo había hecho, sollozaba de dolor y rogaba por su perdón, pero él no paró hasta que vio imposible arrancar el hueso y lo único que hizo fue agarrarme por el hombro y robarme el brazo izquierdo. La sangre surgió a borbotones y éso llamó la atención del engendro aún sentado, disfrutando del recuerdo de su cena. Sonrió y me dejó ahí. No entendía porqué no me comía hasta que vi como el perro arrancaba la carne de mi brazo y mordía el hueso repleto de sangre y músculo.

Un silbido. Éso fue lo que oí antes de que el perro mirase a su dueño, ladrara y viniese hacia mí. Entonces, como si no hubiese comido en años, empezó a deleitarse con mis extremidades inferiores. Arrancaba carne y músculo, rohía el hueso y bebía la sangre del suelo a lametazos. Estaba sentenciado. Era mi castigo por ignorar una vida que podría haber salvado. Y ahora de nada me servía gritar. Cerré los ojos hasta que el dolor me mató.